Litucu, el ordenanza del diario

Claro esto de contar situaciones cotidianas es extraño para ellos pero natural para mí. Llevo mucho tiempo haciéndolo. No saben a quien.

No soy alcahuete sólo quiero reflejar parte de mi vida. El diario, después de la familia, es lo más importante que tengo. Pero como se hace para contar lo que sé y, ellos no saben que yo lo se. El encargado de policiales, es uno de los que más me subestimó. Ahora lo noto más accesible, por lo menos en la charla. Ya no interrumpe cuando estoy hablando. Era terrible hablar con alguien si el estaba presente, el de policiales, digo.

Una mañana, tipo diez y media, como lo hago desde que cobré el primer sueldo, estaba en el puesto de pizzas del mercado, con una porción, la de muzza, calentita en la mano y sentí un grito escalofriante. Casi la volteo del susto. Todos los que siempre nos bajamos un par de porciones, a media mañana, quedamos sorprendidos, diría paralizados y mudos.

El grito vino de la zona de venta de pájaros y animales. En el mercado venden de todo. Desde dvd, comida, verdura, tamales de Simoca, hasta catas (cotorras diría mi primo de Buenos Aires) de Santiago del Estero. Yo ví como se metió rápidamente por medio de la gente que gritaba “agarrénlo, cuidado, es bravo, cuidado, cuidado”, eran las palabras que más retumbaban.

A todo esto , una señora, mayor, de pelo casi rubio (se notaba que no era el color original), con unos kilitos de más, bien vestida, permanecía tirada en el piso, unas de sus manos sostenía una bolsita de papel, color marrón, con dos pequeños agujeros en un costado. Adentro se movía algo, sin sonido, pero algo que parecía muy inquieto. Como si saltase. Ya habían llegado dos policías, varón y mujer, agitados, se notaba que vinieron corriendo.

El calor de enero, sumado al de los hornos y cocinas de los puestos de comidas, pronto transformó el lugar en una especie de sauna del subdesarrollo. Todos transpirábamos, la ropa se pegaba en el cuerpo, algunos se echaban aire, con el diario, otros con la mano. Las que más hablaban eran las mujeres. “Pobre señora”, “está desmayada”, “como demora la ambulancia”, “ se ve que está golpeada”, “que atorrante”, “ojalá lo agarren antes que se escape”.

En medio de todos estaba el de policiales, llegó rápido, dándole indicaciones a la fotógrafa. Mientras hacía preguntas, tomaba notas, me vio y se acercó. “ Litucu ¿viste algo?”, me encaró casi como ordenándome.

Lo miré, me pasé la servilleta de papel por la boca, y no le contesté nada. “Dale, decime, ¿quien la golpeó?, ¿le robaron algo?, ¿ viste al cómplice?. Casi con lástima, le dije, “ si, ví cuando se escapaba”, “ dale Litucu , contame todo”, dijo ansioso, a la par que se acomodaba, con la mano izquierda, el lado derecho del bigote. Pobre, pensé, tanto escándalo por un simple ratón negro y grande. Eso era lo que se escapaba, en medio de la gente.

Si, fue lo que paso. Un ratón, de esos que abundan en el mercado, se había descolgado por la viga justo cuando la señora guardaba el vuelto de la compra del cardenal, que todavía estaba en la bolsa. Todo me contó el dueño de la pajarería.

El bigotudo de policiales no creyó, por supuesto. Que puede saber un ordenanza, seguro, dijo para sus adentros. Sabe que yo se. La crónica publicada decía casi como fue, menos la parte del ratón. “Audaz ladrón, intentó robar en el mercado” fue el título publicado.

Litucu
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