Aida, la que no pudieron callar
Hermana, amiga, compañera de la vida. Hoy, después de tantos años, apareciste en el “Pozo de Vargas”. Claudia, tu hermana, dijo: “Apareció Aida”.
Hermana, amiga, compañera de la vida. Hoy, después de tantos años, apareciste en el “Pozo de Vargas”. Claudia, tu hermana, dijo: “Apareció Aida”. Apareciste, sí, luego de que te hicieran desaparecer en noviembre de 1976, frente a tu abuela y a tus hermanos, con brutalidad, por una unidad del Ejército en Tucumán.
Te habías recibido de psicóloga. Estabas lista para partir hacia Venezuela, donde te esperaba tu compañero, el Flaco Raúl, exiliado argentino. Tenías el pasaje en la mano.
Me enteré el 24 de diciembre de 1976, en el penal de Sierra Chica. En la cola para recibir alimentos que los familiares nos dejaban por Navidad, Bebe Núñez —compañero catamarqueño y gremialista del SOEM—, parado detrás de mí, me susurró la noticia de tu desaparición. Uno, frente a la mirada de los guardiacárceles, solo podía morderse los labios para contener el dolor.
Tu compromiso militante, sin duda, fue una amenaza para los neoconservadores —ya transformados en neoliberales— liderados entonces por Martínez de Hoz. Vivías en tu casa con tus hermanos y tu abuela. Militabas a plena luz del día. Fuiste una de las miles de desaparecidas en Tucumán: docentes, trabajadores rurales, gremialistas —entre ellos, los dirigentes Santillán y Lizárraga—, comprometidos como vos.
Nos visitabas siempre en la cárcel a los presos políticos de Catamarca, donde estaba detenido tu compañero. Recuerdo que, cuando nació mi hijo Nanchi, vos estabas feliz: unos días antes había nacido tu sobrina Clarisa, hija de tu hermana Claudia. Vivían las tres juntas en la esquina de Prado y Sarmiento. Cuando me llevaron en patrullero al sanatorio a conocer a mi hijo, vos llevaste a Clarisa para que lo conociera. Recuerdo a Luis Candelari saludándome desde su ventana.
La mayoría de los desaparecidos no eran candidatos en las elecciones de 1973. No buscaban cargos. Estaban junto al pueblo. Los que sí ocuparon lugares de poder fueron algunos políticos mañosos que usaron la militancia como trampolín. Las campañas políticas, las movilizaciones, quienes le pusieron el cuerpo y el alma, éramos la juventud, junto a gremialistas, dirigentes sociales, curas del “tercer mundo”, etc.
Cuando comenzó el “terror de Estado”, primero con las Tres A (López Rega e Isabel Martínez), y en el 76 con el golpe cívico-militar, se decía: “Algo habrán hecho”, y así se aceptó el horror.
Y sí, hicimos mucho. La juventud, los gremios, los partidos de izquierda. Fuimos peligrosos no por tener armas o bombas —eso lo tenían las Tres A, las fuerzas armadas y de seguridad—, sino porque cuestionábamos la injusticia, porque queríamos transformar la realidad.
Los 30.000 desaparecidos y detenidos no portábamos armas. Éramos peligrosos por los ideales que teníamos: justicia social, igualdad, dignidad. Por eso, Aida, como tantos otros, fue perseguida, secuestrada, “desaparecida”.
Fuimos juntos a Ezeiza a esperar a Perón. Estuvimos en la Plaza de Mayo para verlo. No sabíamos que sería la última vez. Creíamos en él, en Evita, por lo que significaron: el trabajo, las escuelas, los hospitales, las viviendas, las universidades, el voto femenino, el aguinaldo, las 8 horas de jornada laboral, el estatuto del peón rural, el derecho a sindicalizarse, etc.
En aquellos años, las fábricas trabajaban al 100 %. El desempleo era del 4 %, como la pobreza. Los salarios representaban el 51 % del PBI. Los trabajadores no necesitaban subsidios para pagar servicios ni para tomarse vacaciones. Tal era el nivel de producción, que se empezaba a hablar de participación obrera en las ganancias. Mi padre, en su fábrica, lo hizo.
Había una sinergia entre empresa y trabajador. Cuanto mejor le iba a uno, mejor al otro. Pero eso molestaba a la Sociedad Rural, al empresariado conservador, parasitario, que vive del privilegio. Desde la campaña del desierto en adelante, se robaron todas las tierras fértiles: la familia de Martínez de Hoz se quedó con 2,5 millones de hectáreas frente a Mar del Plata.
Exportaban —y exportan— granos sin esfuerzo, con la vaca atada, gracias a las mejores tierras del mundo. Mientras tanto, Australia y Nueva Zelanda enfrentaban costos logísticos mayores que nosotros.
Al final del gobierno de Isabel Martínez, estos sectores atacaron el desarrollo industrial, ese perfil de país productor de manufacturas que competía con los que, como decía Sarmiento: “Aquí huele a bosta de vaca, no a vapor de máquinas.” Compartir y competir con esa próspera Argentina era una amenaza para este sector parasitario, como ahora (viven de las deudas externas contraídas por el pueblo y pagadas con sus penurias).
La historia de las riquezas obtenidas en base a masacres: del “granero del mundo”.
Mitre, su mentor, frente a la derrota en Paraguay, en la nefasta guerra de la “Triple Alianza”, con los Winchester ingleses, tenía contratado a mercenarios uruguayos y mandó a exterminar a las montoneras federales, derrotando a Felipe Varela en Pozo de Vargas, en 1867, último baluarte federal. Luego, con el Ejército de Roca, aniquiló a los pueblos originarios que vivían en las tierras fértiles.
Y en 1976, de nuevo: a aniquilar una Argentina próspera, con futuro, para endeudarla. De no deber casi nada, pasamos a una deuda externa de 45.000 millones de dólares. Fue a parar a esa “casta” que se robó la mayor parte de la deuda: los grupos económicos, Martínez de Hoz, bancos internacionales:
Citibank, Chase Manhattan, Bank of America, HSBC, Deutsche Bank.
Prestaron grandes sumas al Estado argentino o a empresas privadas sabiendo que serían luego estatizadas.
Obtuvieron altos rendimientos con mínima exposición al riesgo, ya que el Estado garantizaba las deudas.
Empresarios: Grupo Macri (SOCMA), Techint, Pérez Companc, Bunge & Born, Loma Negra, Bridas (Bulgheroni), Aluar, etc.
Para poder robar, había que destruir, matar, detener. Y ahí cayó Aida. Y los 30.000. Todo esto se hizo a pesar del sable corvo de San Martín, cuando este dijo: “Nunca lo desenvainaré contra un argentino”.
En ese momento liderábamos al Tercer Mundo. Hoy, miramos desde afuera a los BRICS. Siempre estos grupos económicos fueron a golpear los cuarteles para que ellos hicieran el trabajo delictivo, criminal: exterminando los movimientos federales, las poblaciones indígenas de las pampas, fusilando a miles de peones rurales en la “Patagonia Rebelde”, reprimiendo a los trabajadores de los talleres Vasena por demandar jornadas de 8 horas y mejoras salariales (murieron en la represión del Ejército cerca de 700 personas). En el siglo XX, tuvieron muchas participaciones represivas, hasta la peor de todas: desde marzo de 1976 hasta 1983, donde desaparecieron, detuvieron, robaron bebés del vientre de sus madres, tiraron personas vivas desde aviones. Fueron 30.000.
Mientras las fuerzas armadas y de seguridad reprimían, los grupos económicos se llevaban el botín.
Fue una guerra contra un modelo que ofrecía justicia social, industrialización, trabajo digno. Por eso desaparecieron a Aida. Y a más de 1.500 compañeras y compañeros en Tucumán. Y a 30.000 en todo el país.
Aida estaba comprometida con el pueblo. Porque soñaba con otro país.
Aida seguirá apareciendo, desde el Pozo de Vargas, y desde la memoria viva del país que debemos recuperar y volver a construir.
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