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Docente devuelve humanidad detrás de las rejas

Francisco Scarfó enseña en cárceles desde hace más de 30 años. Defiende la educación como un acto de dignidad en contextos donde todo conspira contra lo humano.

21 de abril de 2025 Chandei Simone
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Francisco José Scarfó

Francisco no eligió educar en las cárceles. Fue, según él, un accidente. Una de esas decisiones prácticas que se toman en busca de estabilidad. Nada de epifanías ni vocación heroica. Era 1992. Necesitaba trabajo, tenía un título-maestro- algo de experiencia y pocas certezas. Así llegó a Lisandro Olmos, una unidad penitenciaria en La Plata. Así empezó todo.

“Me sentí útil”, dice. No asustado ni incómodo. Sentía que ese era su lugar. Había encontrado algo —aunque en ese momento no supiera bien qué— que lo iba a convertir en quien es hoy; un referente en educación en contextos de encierro. Lleva mas de treinta años.

La entrevista pactada para aquella tarde de marzo se retrasó por una pelea entre internos, había estallado en el patio, y el ruido de los gritos y los golpes se coló por los pasillos. ¿Las clases se suspendían? ¿se atrasaban? Yo esperaba, con la paciencia de un árbol que crece en la piedra, a que el orden se restableciera.

El aula en la cárcel era una rareza: un espacio donde no mediaba la seguridad, donde podía discutirse sin miedo al castigo, donde la palabra tenía peso, no como orden, sino como posibilidad. Francisco comenzó a llevar sus experiencias a la facultad de Ciencias de la Educación, y la facultad le devolvía herramientas para su práctica. Una retroalimentación vital.

En 2002, fundó junto a otros docentes el Grupo de Estudios sobre Educación en Cárceles. “Entraban sin nada —dice—, sin formación. Eran carne fácil para el sistema penal”. Lo que buscaban era registrar lo que hacían, darle valor, construir teoría desde la práctica. Desde adentro.

Francisco no romantiza. Sabe que la cárcel daña. Pero también sabe —y ahí está su terquedad— que puede hacerse menos daño. Que una escuela puede ser una grieta en el muro. Una rendija por donde entre un poco de aire.

No habla de reinserción. Le incomoda la palabra. Le parece un concepto heredado, vencido. ¿Reinserción a qué? ¿A un sistema que nunca los incluyó? “La educación no está para reinsertar, está para dignificar”, dice. Y entonces aparece Paulo Freire. Y con él, la idea de una pedagogía que devuelva humanidad a quienes viven el encierro.

 Habla desde la experiencia, pero también desde una ética. La educación como derecho. Como militancia. 
 “Es una militancia pedagógica”, repite. No es una metáfora: lo suyo es una forma de estar en el mundo. No milita en partidos, milita en aulas con barrotes.

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No basta con querer enseñar. “No es lo mismo dar clase en la calle que dentro de una cárcel” expresa. Y esa advertencia resume años de observar, tropezar y comprender. No se trata solo de dar clases, sino de entender el contexto, de saber quién está del otro lado. Sin esa preparación, el docente puede volverse, sin saberlo, un engranaje de la maquinaria penitenciaria.

Por eso insiste en la formación: comprender antes de intervenir. “Hay que entender la cárcel, su historia, su presente, al sujeto que está allí y también el rol que uno va a ocupar”. Lo dice con una sensación de agotamiento, no de enseñanza, sino de tener que explicarlo una y otra vez. A los ministerios. A las universidades. A los colegas que miran para otro lado.

Las políticas públicas no suelen mirar allí. Y cuando lo hacen, lo hacen tarde o mal. Existen normativas, pero faltan convenios, diálogo entre las instituciones, que aseguren que lo construido no dependa solo de voluntades aisladas.

Y, sin embargo, hay algo que persiste: un aula dentro de un penal, una biblioteca, un mural que rompe la monotonía del gris. Persiste también la convicción de Francisco.

No recuerda su nombre —o no lo dice—, pero sí recuerda su deseo: quería aprender geografía. No historia, ni matemática. Geografía. Francisco lo miró con atención. Tenía la primaria terminada y no buscaba un título, sino otra cosa: sentido.

Así nació un seminario improvisado, artesanal. Usaron mapas, nombraron países, esas horas eran una patria chiquita aparte. El aula se convirtió en un espacio íntimo, casi doméstico. Le regaló un globo terráqueo pequeño.

Lo cuidaba como si fuera un tesoro.

El muchacho empezó a venir más seguido. Traía a otros. Se armó un taller. Después una publicación. Los que no escribían, dibujaban. De esos dibujos salió un mural. Y del mural, un proyecto de biblioteca.

El muchacho fue trasladado. Hoy está libre. A veces se escriben. Francisco lo recuerda como uno de esos casos que justifican todo: la espera, el esfuerzo, el cansancio. “Cuando uno logra que alguien tenga dos horas para hablar de otra cosa, para pensar en otra cosa, eso ya es mucho”.

Sobre el rol de la universidad, propone mirar tanto hacia adentro como hacia afuera: sensibilizar a estudiantes, docentes y no docentes, pero también vincularse con la cárcel desde la docencia, la extensión y la investigación. “¿Por qué no hacer un taller de salud bucal en la cárcel? Hay dientes en la cárcel, y faltan dientes”, ilustra con ironía.

En su visión, la educación no debe limitarse a unas pocas ofertas académicas. “El arte también es una salida laboral”, apunta, al señalar que limitar las oportunidades a oficios tradicionales como plomería o herrería puede ser otra forma de encierro. Apuesta a la diversidad de propuestas: “He visto una sala del INCAA dentro de una cárcel. Eso es posible”.

También resalta que las cárceles no son neutrales: “La cárcel tiene color. Está sectorizada. En la cárcel están los pobres. ¿Un rico va preso? Solo si el delito es muy grosero. Los delincuentes de guante blanco no pisan la cárcel”, denuncia.

Consultado sobre los cambios que ve en sus estudiantes, Scarfó responde: “Tal vez no es un cambio mágico, pero con el tiempo se dan cuenta del valor de la educación. La relación con el docente no está mediada por la seguridad, eso permite una vinculación más honesta y sensible”.

Francisco no se engaña. Sabe leer los signos de estos tiempos. Sabe que el péndulo está girando hacia la clausura, el castigo, el silencio. Lo dice sin dramatismo, pero con una lucidez cortante: “Van a cerrar. Ya lo están haciendo”.

Habla de resoluciones que recortan derechos, de universidades que se repliegan, de discursos que criminalizan la pobreza. Habla de cárceles como negocio, de regímenes que se endurecen. Y de cómo, en ese contexto, la educación molesta. Estorba. Porque abre conciencias, indaga.

Y sin embargo, sigue.

Sigue acompañando en la formación a docentes, a tesistas—aunque no le paguen—. Sigue convencido de que la educación no salva, pero dignifica. Que no cura, pero alivia. Que no redime, pero despierta.

“Cuando tengo una buena clase, me voy completo”, dice. Completo. No feliz. No realizado. Completo. Como si por un rato el mundo se hubiera inclinado levemente hacia el lado justo.

Para quienes se estén planteando trabajar en este campo, no tiene grandes consejos, pero deja una advertencia: “No trabajamos con números. Trabajamos con personas”. Y en la cárcel —ese territorio donde todo conspira contra lo humano—, esa visión lo cambia todo.

Por Chandei Simone

*Francisco José Scarfó es magíster en Derechos Humanos y licenciado en Ciencias de la Educación por la UNLP. Desde 1992 trabaja en educación en contextos de encierro, especialmente en la enseñanza primaria de adultos. Fundó el Grupo de Estudio sobre Educación en Cárceles (GESEC) y forma parte del Comité Científico de la Cátedra UNESCO sobre educación en prisión. Ha dictado seminarios en Argentina, Bolivia y México, y enseña en diplomaturas de la UNSAM y la UNCuyo. Fue consultor del Instituto Interamericano de Derechos Humanos, asesor en la Procuración Penitenciaria de la Nación y recibió el Premio Paulo Freire 2016. Ha dirigido tesis y publicado artículos sobre educación carcelaria.

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